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De los inicios al S. XXI

El concepto más tradicional de historia antigua presta atención al descubrimiento de la escritura, que convencionalmente la historiografía ha considerado el hito que permite marcar el final de la Prehistoria (paleolítico y neolítico) y el comienzo de la Historia, dada la primacía que otorga a las fuentes escritas frente a la cultura material, que estudia con su propio método la arqueología. Otras orientaciones procuran atender al sistema social o el nivel técnico. Recientemente, los estudios de genética de poblaciones basados en distintas técnicas de análisis comparativo de ADN y los estudios de antropología lingüística están llegando a reconstruir de un modo cada vez más preciso las migraciones antiguas y su herencia en las poblaciones actuales. Sea cual fuere el criterio empleado, coincide que en tiempo y lugar unos y otros procesos cristalizaron en el inicio de la vida urbana, ciudades muy superiores en tamaño y diferentes en función a las aldeas neolíticas, la aparición del poder político, palacios, reyes, de las religiones organizadas, templos, sacerdotes, una compleja estratificación social, esfuerzos colectivos de gran envergadura que exigen prestaciones de trabajo obligatorio e impuestos, y el comercio de larga distancia, todo lo que se ha venido en llamar «revolución urbana»; nivel de desarrollo social que por primera vez se alcanzó en la Sumeria del IV milenio a. C., espacio propicio para la constitución de las primeras ciudades-estado competitivas a partir del sustrato neolítico que llevaba ya cuatro milenios desarrollándose en el «Creciente fértil». A partir de ellas, y de sucesivos contactos, tanto pacíficos como invasiones, de pueblos vecinos, culturas sedentario-agrícolas o nómada-ganaderas que se nombran tradicionalmente con términos de validez cuestionada, más propios de familias lingüísticas que de razas humanas: semitas, camitas, indoeuropeos, etc., se fueron conformando los primeros estados de gran extensión territorial, hasta alcanzar el tamaño de imperios multinacionales. Procesos similares tuvieron lugar en diversos momentos según el área geográfica, sucesivamente Mesopotamia, el valle del Nilo, el subcontinente indio, China, la cuenca del Mediterráneo, la América precolombina y el resto de Europa, Asia y África; en algunas zonas especialmente aisladas, algunos pueblos cazadores-recolectores actuales aún no habrían abandonado la prehistoria mientras que otros entraron violentamente en la edad moderna o contemporánea de la mano de las colonizaciones del siglo XVI al XIX.

Los pueblos cronológicamente contemporáneos a la Historia escrita del Mediterráneo Oriental pueden ser objeto de la Protohistoria, pues las fuentes escritas por romanos, griegos, fenicios, hebreos o egipcios, además de las fuentes arqueológicas, permiten hacerlo. La Antigüedad clásica se localiza en el momento de plenitud de la civilización grecorromana, siglo V a. C. al II d. C. o en sentido amplio, en toda su duración, en el siglo VIII a. C. al V d. C.. Se caracterizó por la definición de innovadores conceptos sociopolíticos: los de ciudadanía y de libertad personal, no para todos, sino para una minoría sostenida por el trabajo esclavo; a diferencia de los imperios fluviales del antiguo Egipto, Babilonia, India o China, para los que se definió la imprecisa categoría de «modo de producción asiático», caracterizadas por la existencia de un poder omnímodo en la cúspide del imperio y el pago de tributos por las comunidades campesinas sujetas a él, pero de condición social libre (pues aunque exista la esclavitud, no representa la fuerza de trabajo principal). El final de la Edad Antigua en la civilización occidental coincide con la caída del Imperio romano de Occidente, en el año 476; el Imperio romano de Oriente sobrevivió toda la Edad Media hasta 1453 como Imperio bizantino, aunque tal discontinuidad no se observa en otras civilizaciones. Por tanto, las divisiones posteriores, Edad Media y Edad Moderna, pueden considerarse válidos sólo para aquélla; mientras que la mayor parte de Asia y África, y con mucha más claridad América, son objeto en su historia de una periodización propia. Algunos autores culturalistas hacen llegar la Antigüedad tardía europea hasta los siglos VI y VII, mientras que, la escuela "mutacionista" francesa la extiende hasta algún momento entre los siglos IX y XI. Distintas interpretaciones de la historia ponen el acento en cuestiones económicas con la transición del modo de producción esclavista al modo de producción feudal, desde la crisis del siglo III; políticas con la desaparición del imperio e instalación de los reinos germánicos desde el siglo V; o ideológicas, religiosas con la sustitución del paganismo politeísta por los monoteísmos teocéntricos: el cristianismo, siglo IV, y posteriormente el islam, siglo VII, filosóficas, filosofía antigua por la medieval, y artísticas, evolución desde el arte antiguo, clásico, hacia el arte medieval, paleocristiano y prerrománico. Las civilizaciones de la Antigüedad son agrupadas geográficamente por la historiografía y la arqueología en zonas en que distintos pueblos y culturas estuvieron especialmente vinculados entre sí; aunque las áreas de influencia de cada una de ellas llegaron en muchas ocasiones a interpenetrarse e ir mucho más lejos, formando imperios de dimensiones multicontinentales como el Imperio persa, el de Alejandro Magno y el Imperio romano, talasocracias (‘gobierno de los mares’) o rutas comerciales y de intercambio de productos e ideas a larga distancia; aunque siempre limitadas por el relativo aislamiento entre ellas con obstáculos de los desiertos y océanos, que llega a ser radical en algunos casos, entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo. La navegación antigua, especialmente la naturaleza y extensión de las expediciones que necesariamente tuvieron que realizar las culturas primitivas de Polinesia, al menos hasta la Isla de Pascua, es un asunto aún polémico. En algunas ocasiones se ha recurrido a la arqueología experimental para probar la posibilidad de contactos con América desde el Pacífico. Otros conceptos de aplicación discutida son la prioridad del difusionismo o del desarrollo endógeno para determinados fenómenos culturales como la agricultura, metalurgia, escritura, alfabeto, o la moneda y la aplicación del evolucionismo en contextos arqueológicos y antropológicos. La edad media es el periodo de la historia europea que transcurrió desde la desintegración del Imperio romano de Occidente, en el siglo V, hasta el siglo XV. No obstante, las fechas anteriores no han de ser tomadas como referencias fijas: nunca ha existido una brusca ruptura en el desarrollo cultural del continente. Parece que el término lo empleó por vez primera el historiador Flavio Biondo de Forli, en su obra Historiarum ab inclinatione romanorun imperii decades, Décadas de historia desde la decadencia del Imperio romano, publicada en 1438 aunque fue escrita treinta años antes. El término implicó en su origen una parálisis del progreso, considerando que la edad media fue un periodo de estancamiento cultural, ubicado cronológicamente entre la gloria de la antigüedad clásica y el renacimiento. La investigación actual tiende, no obstante, a reconocer este periodo como uno más de los que constituyen la evolución histórica europea, con sus propios procesos críticos y de desarrollo. Se divide generalmente la edad media en tres épocas. Ningún evento concreto determina el fin de la antigüedad y el inicio de la edad media: ni el saqueo de Roma por los godos dirigidos por Alarico I en el 410, ni el derrocamiento de Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, fueron sucesos que sus contemporáneos consideraran iniciadores de una nueva época.

La Edad Media es la culminación a finales del siglo V de una serie de procesos de larga duración, entre ellos la grave dislocación económica y las invasiones y asentamiento de los pueblos germanos en el Imperio romano, hizo cambiar la faz de Europa. Durante los siguientes 300 años Europa occidental mantuvo una cultura primitiva aunque instalada sobre la compleja y elaborada cultura del Imperio romano, que nunca llegó a perderse u olvidarse por completo. Durante este periodo no existió realmente una maquinaria de gobierno unitaria en las distintas entidades políticas, aunque la poco sólida confederación de tribus permitió la formación de reinos. El desarrollo político y económico era fundamentalmente local y el comercio regular desapareció casi por completo, aunque la economía monetaria nunca dejó de existir de forma absoluta. En la culminación de un proceso iniciado durante el Imperio romano, los campesinos comenzaron a ligarse a la tierra y a depender de los grandes propietarios para obtener su protección y una rudimentaria administración de justicia, en lo que constituyó el germen del régimen señorial. Los principales vínculos entre la aristocracia guerrera fueron los lazos de parentesco aunque también empezaron a surgir las relaciones feudales. Se ha considerado que estos vínculos, que relacionaron la tierra con prestaciones militares y otros servicios, tienen su origen en la antigua relación romana entre patrón y cliente o en la institución germánica denominada comitatus, grupo de compañeros guerreros. Todos estos sistemas de relación impidieron que se produjera una consolidación política efectiva. La única institución europea con carácter universal fue la Iglesia, pero incluso en ella se había producido una fragmentación de la autoridad. Todo el poder en el seno de la jerarquía eclesiástica estaba en las manos de los obispos de cada región. El papa tenía una cierta preeminencia basada en el hecho de ser sucesor de san Pedro, primer obispo de Roma, a quien Cristo le había otorgado la máxima autoridad eclesiástica. No obstante, la elaborada maquinaria del gobierno eclesiástico y la idea de una Iglesia encabezada por el papa no se desarrollarían hasta pasados 500 años. La Iglesia se veía a sí misma como una comunidad espiritual de creyentes cristianos, exiliados del reino de Dios, que aguardaba en un mundo hostil el día de la salvación. Los miembros más destacados de esta comunidad se hallaban en los monasterios, diseminados por toda Europa y alejados de la jerarquía eclesiástica. En el seno de la Iglesia hubo tendencias que aspiraban a unificar los rituales, el calendario y las reglas monásticas, opuestas a la desintegración y al desarrollo local. Al lado de estas medidas administrativas se conservaba la tradición cultural del Imperio romano. En el siglo IX, la llegada al poder de la dinastía Carolingia supuso el inicio de una nueva unidad europea basada en el legado romano, puesto que el poder político del emperador Carlomagno dependió de reformas administrativas en las que utilizó materiales, métodos y objetivos del extinto mundo romano. La actividad cultural durante los inicios de la edad media consistió principalmente en la conservación y sistematización del conocimiento del pasado y se copiaron y comentaron las obras de autores clásicos. Se escribieron obras enciclopédicas, como las Etimologías en el 623 de san Isidoro de Sevilla, en las que su autor pretendía compilar todo el conocimiento de la humanidad. En el centro de cualquier actividad docta estaba la Biblia: todo aprendizaje secular llegó a ser considerado como una mera preparación para la comprensión del Libro Sagrado. Esta primera etapa de la edad media se cierra en el siglo X con las segundas migraciones germánicas e invasiones protagonizadas por los vikingos procedentes del norte y por los magiares de las estepas asiáticas, y la debilidad de todas las fuerzas integradoras y de expansión europeas al desintegrarse el Imperio Carolingio. La violencia y dislocamiento que sufrió Europa motivaron que las tierras se quedaran sin cultivar, la población disminuyera y los monasterios se convirtieran en los únicos baluartes de la civilización. Hacia mediados del siglo XI Europa se encontraba en un periodo de evolución desconocido hasta ese momento. La época de las grandes invasiones había llegado a su fin y el continente europeo experimentaba el crecimiento dinámico de una población ya asentada. Renacieron la vida urbana y el comercio regular a gran escala y se desarrolló una sociedad y cultura que fueron complejas, dinámicas e innovadoras. Este periodo se ha convertido en centro de atención de la moderna investigación y se le ha dado en llamar el renacimiento del siglo XII.


Durante la alta edad media la Iglesia católica, organizada en torno a una estructurada jerarquía con el papa como indiscutida cúspide, constituyó la más sofisticada institución de gobierno en Europa occidental. El Papado no sólo ejerció un control directo sobre el dominio de las tierras del centro y norte de Italia sino que además lo tuvo sobre toda Europa gracias a la diplomacia y a la administración de justicia, en este caso mediante el extenso sistema de tribunales eclesiásticos. Además las órdenes monásticas crecieron y prosperaron participando de lleno en la vida secular. Los antiguos monasterios benedictinos se imbricaron en la red de alianzas feudales. Los miembros de las nuevas órdenes monásticas, como los cistercienses, desecaron zonas pantanosas y limpiaron bosques; otras, como los franciscanos, entregados voluntariamente a la pobreza, pronto empezaron a participar en la renacida vida urbana. La Iglesia ya no se vería más como una ciudad espiritual en el exilio terrenal, sino como el centro de la existencia. La espiritualidad altomedieval adoptó un carácter individual, centrada ritualmente en el sacramento de la eucaristía y en la identificación subjetiva y emocional del creyente con el sufrimiento humano de Cristo. La creciente importancia del culto a la Virgen María, actitud desconocida en la Iglesia hasta este momento, tenia el mismo carácter emotivo. Dentro del ámbito cultural, hubo un resurgimiento intelectual al prosperar nuevas instituciones educativas como las escuelas catedralicias y monásticas. Se fundaron las primeras universidades, se ofertaron graduaciones superiores en medicina, derecho y teología, ámbitos en los que fue intensa la investigación: se recuperaron y tradujeron escritos médicos de la antigüedad, muchos de los cuales habían sobrevivido gracias a los eruditos árabes y se sistematizó, comentó e investigó la evolución tanto del Derecho canónico como del civil, especialmente en la famosa Universidad de Bolonia. Esta labor tuvo gran influencia en el desarrollo de nuevas metodologías que fructificarían en todos los campos de estudio. El escolasticismo se popularizó, se estudiaron los escritos de la Iglesia, se analizaron las doctrinas teológicas y las prácticas religiosas y se discutieron las cuestiones problemáticas de la tradición cristiana. El siglo XII, por tanto, dio paso a una época dorada de la filosofía en Occidente. También se produjeron innovaciones en el campo de las artes creativas. La escritura dejó de ser una actividad exclusiva del clero y el resultado fue el florecimiento de una nueva literatura, tanto en latín como, por primera vez, en lenguas vernáculas. Estos nuevos textos estaban destinadas a un público letrado que poseía educación y tiempo libre para leer. La lírica amorosa, el romance cortesano y la nueva modalidad de textos históricos expresaban la nueva complejidad de la vida y el compromiso con el mundo secular. En el campo de la pintura se prestó una atención sin precedentes a la representación de emociones extremas, a la vida cotidiana y al mundo de la naturaleza. En la arquitectura, el románico alcanzó su perfección con la edificación de incontables catedrales a lo largo de rutas de peregrinación en el sur de Francia y en España, especialmente el Camino de Santiago, incluso cuando ya comenzaba a abrirse paso el estilo gótico que en los siguientes siglos se convertiría en el estilo artístico predominante.


Durante el siglo XIII se sintetizaron los logros del siglo anterior. La Iglesia se convirtió en la gran institución europea, las relaciones comerciales integraron a Europa gracias especialmente a las actividades de los banqueros y comerciantes italianos, que extendieron sus actividades por Francia, Inglaterra, Países Bajos y el norte de África, así como por las tierras imperiales germanas. Los viajes, bien por razones de estudio o por motivo de una peregrinación fueron más habituales y cómodos. También fue el siglo de las Cruzadas; estas guerras, iniciadas a finales del siglo XI, fueron predicadas por el Papado para liberar los Santos Lugares cristianos en el Oriente Próximo que estaban en manos de los musulmanes. Concebidas según el Derecho canónico como peregrinaciones militares, los llamamientos no establecían distinciones sociales ni profesionales. Estas expediciones internacionales fueron un ejemplo más de la unidad europea centrada en la Iglesia, aunque también influyó el interés de dominar las rutas comerciales de Oriente. La alta edad media culminó con los grandes logros de la arquitectura gótica, los escritos filosóficos de santo Tomás de Aquino y la visión imaginativa de la totalidad de la vida humana, recogida en la Divina comedia de Dante Alighieri. Si la alta edad media estuvo caracterizada por la consecución de la unidad institucional y una síntesis intelectual, la baja edad media estuvo marcada por los conflictos y la disolución de dicha unidad. Fue entonces cuando empezó a surgir el Estado moderno, aun cuando éste en ocasiones no era más que un incipiente sentimiento nacional, y la lucha por la hegemonía entre la Iglesia y el Estado se convirtió en un rasgo permanente de la historia de Europa durante algunos siglos posteriores. Pueblos y ciudades continuaron creciendo en tamaño y prosperidad y comenzaron la lucha por la autonomía política. Este conflicto urbano se convirtió además en una lucha interna en la que los diversos grupos sociales quisieron imponer sus respectivos intereses. Una de las consecuencias de esta pugna, particularmente en las corporaciones señoriales de las ciudades italianas, fue la intensificación del pensamiento político y social que se centró en el Estado secular como tal, independiente de la Iglesia. La independencia del análisis político es sólo uno de los aspectos de una gran corriente del pensamiento bajomedieval y surgió como consecuencia del fracaso del gran proyecto de la filosofía altomedieval que pretendía alcanzar una síntesis de todo el conocimiento y experiencia tanto humano como divino.

Aunque este desarrollo filosófico fue importante, la espiritualidad de la baja edad media fue el auténtico indicador de la turbulencia social y cultural de la época. Esta espiritualidad estuvo caracterizada por una intensa búsqueda de la experiencia directa con Dios, bien a través del éxtasis personal de la iluminación mística, o bien mediante el examen personal de la palabra de Dios en la Biblia. En ambos casos, la Iglesia orgánica, tanto en su tradicional función de intérprete de la doctrina como en su papel institucional de guardián de los sacramentos, no estuvo en disposición de combatir ni de prescindir de este fenómeno. Toda la población, laicos o clérigos, hombres o mujeres, letrados o analfabetos, podían disfrutar potencialmente una experiencia mística. Concebida ésta como un don divino de carácter personal, resultaba totalmente independiente del rango social o del nivel de educación pues era indescriptible, irracional y privada. Por otro lado, la lectura devocional de la Biblia produjo una percepción de la Iglesia como institución marcadamente diferente a la de anteriores épocas en las que se la consideraba como algo omnipresente y ligado a los asuntos terrenales. Cristo y los apóstoles representaban una imagen de radical sencillez y al tomar la vida de Cristo como modelo de imitación, hubo personas que comenzaron a organizarse en comunidades apostólicas. En ocasiones se esforzaron por reformar la Iglesia desde su interior para conducirla a la pureza y sencillez apostólica, mientras que en otras ocasiones se desentendieron simplemente de todas las instituciones existentes. En muchos casos estos movimientos adoptaron una postura apocalíptica o mesiánica, en particular entre los sectores más desprotegidos de las ciudades bajomedievales, que vivían en una situación muy difícil. Tras la aparición catastrófica de la peste negra, en la década de 1340, que acabó con la vida de una cuarta parte de la población europea, bandas de penitentes, flagelantes y de seguidores de nuevos mesías recorrieron toda Europa, preparándose para la llegada de la nueva época apostólica. Esta situación de agitación e innovación espiritual desembocaría en la Reforma protestante; las nuevas identidades políticas conducirían al triunfo del Estado nacional moderno y la continua expansión económica y mercantil puso las bases para la transformación revolucionaria de la economía europea. De este modo las raíces de la edad moderna pueden localizarse en medio de la disolución del mundo medieval, en medio de su crisis social y cultural. En su tiempo se consideró que la Edad Moderna era una división del tiempo histórico de alcance mundial, pero hoy en día suele acusarse a esa perspectiva de eurocéntrica, con lo que su alcance se restringiría a la historia de la Civilización Occidental, o incluso únicamente de Europa. No obstante, hay que tener en cuenta que coincide con la Era de los Descubrimientos y el surgimiento de la primera economía-mundo. Desde un punto de vista aún más restrictivo, únicamente en algunas monarquías de Europa Occidental se identificaría con el periodo y la formación social histórica que se denomina Antiguo Régimen. La fecha de inicio más aceptada es la toma de Constantinopla por los turcos en el año 1453, coincidente en el tiempo con la invención de la imprenta y el desarrollo del Humanismo y el Renacimiento, procesos a los que contribuyó por la llegada a Italia de exiliados bizantinos y textos clásicos griegos, aunque también se han propuesto el Descubrimiento de América en el año 1492, y la Reforma Protestante en 1517 como hitos de partida.

En cuanto a su final, la historiografía anglosajona asume que estamos aún en la Edad Moderna, identificando al periodo XV al XVIII como Early Modern Times, temprana edad moderna, y considerando los siglos XIX y XX como el objeto central de estudio de la Modern History, mientras que las historiografías más influidas por la francesa denominan el periodo posterior a la Revolución francesa en el año 1789 como Edad Contemporánea. Como hito de separación también se han propuesto otros hechos: la independencia de los Estados Unidos en 1776, la Guerra de Independencia Española en 1808 o la Guerra de Independencia Hispanoamericana entre 1809 y 1824. Como suele suceder, estas fechas o hitos son meramente indicativos, ya que no hubo un paso brusco de las características de un período histórico a otro, sino una transición gradual y por etapas, aunque la coincidencia de cambios bruscos, violentos y decisivos en las décadas finales del siglo XVIII y primeras del XIX también permite hablar de la Era de la Revolución. Por eso, deben tomarse todas estas fechas con un criterio más bien pedagógico. La edad moderna transcurre más o menos desde mediados del siglo XV a finales del siglo XVIII. La Edad Moderna suele secuenciarse por sus siglos, lo que puede ser arbitrario, y suele ser salvado con expeditivos siglos cortos o siglos largos, divididos según convenga, pero en general la historiografía ha caracterizado una sucesión cíclica, que algunos han querido identificar con ciclos económicos similares a los descritos por Clement Juglar y Nicolái Kondratiev, pero más amplios, con fases A de expansión y B de recesión secular. Un siglo XVI que, tras la costosa recuperación de la Crisis de la Baja Edad Media, en economía presencia la Revolución de los Precios, coincidente con la Era de los Descubrimientos que permite una expansión europea ligada a ventajas tecnológicas y de organización social. Pocos hechos cambiaron tanto la historia del mundo como la llegada de los españoles a América y la posterior Conquista y la apertura de las rutas oceánicas que castellanos y portugueses lograron en los años en torno a 1500. El choque cultural supuso el colapso de las civilizaciones precolombinas. Paulatinamente, el Atlántico gana protagonismo frente al Mediterráneo, cuya cuenca presencia un reajuste de civilizaciones: si en la Edad Media se dividió entre un norte cristiano y un sur islámico, con una frontera que cruzaba Al Andalus, Sicilia y Tierra Santa, desde finales del siglo XV el eje se invierte, quedando el Mediterráneo Occidental, incluyendo las ciudades costeras clave de África del Norte, hegemonizado por la Monarquía Hispánica, que desde 1580 incluía a Portugal, mientras que en Europa oriental el Imperio otomano alcanza su máxima expansión. Las milenarias civilizaciones orientales como India, China y Japón, reciben en algunas ciudades costeras una presencia puntual portuguesa, en Goa, Ceilán, Malaca, Macao, Nagasaki misiones de San Francisco Javier, pero tras los primeros contactos se mantuvieron poco conectados o incluso ignoraron olímpicamente los cambios de Occidente; por el momento se lo podían permitir. Las islas de las especias (Indonesia) y Filipinas serán objeto de una dominación colonial europea más intensiva. Frente a la continuidad oriental, los cambios sociales se concentran en los vértices del llamado comercio triangular: notables en Europa donde comienzan a divergir un noroeste burgués y un este y sur en proceso de refeudalización, y cataclísmicos en América como la colonización y África con el esclavismo. El crecimiento de población en Europa probablemente no compensó el descenso en esos continentes, sobre todo en América, en que alcanzó proporciones catastróficas y ha sido considerado como el mayor desastre demográfico de la Historia Universal, varios investigadores han estimado que más del 90% de la población americana murió en el primer siglo posterior a la llegada de los europeos, representando entre 40 y 112 millones de personas. Las convulsiones políticas y militares son asimismo espectaculares. En la mítica Tombuctú, el Askia Mohamed I produce el apogeo del Imperio Songhay, que entra en la órbita del Islam y decaerá en el periodo siguiente. Simultáneamente, el Renacimiento da paso a los enfrentamientos de la Reforma y las guerras de religión. La expansión ideológica de Europa se manifiesta en la difusión del cristianismo por todo el mundo, excepto en los Balcanes, donde retrocede frente al Islam, con el que también entra en contacto en Extremo Oriente, tras dar la vuelta al globo.


Un siglo XVII que presenció posiblemente una crisis general, quizá provocada por la Pequeña Edad del Hielo, que se conoce como crisis del siglo XVII, que aparte del descenso de población con ciclos de hambres, guerras o epidemias, y del declive de la serie de precios o de la llegada de metales de América, fue muy desigual en la forma de afectar a los distintos países, incluso en Europa: catastrófica para la Monarquía Hispánica con la crisis de 1640 y Alemania con la Guerra de los Treinta Años, pero impulsora para Francia e Inglaterra una vez resueltos sus problemas internos con la Fronda y la Guerra Civil Inglesa. El Imperio otomano pierde en la batalla de Viena su última oportunidad de expandirse frente a Europa, y comienza un lento declive, en parte en beneficio de una Polonia que enseguida pasará el relevo al gigantesco Imperio ruso. En su frente oriental, resucita el Imperio persa con la dinastía safávida que lleva a un breve apogeo el Sah Abbas I el Grande, que convierte a Isfahán en una de las ciudades más bellas del mundo. Al mismo tiempo, en la India, que mantiene la presencia colonial europea en la costa, se levanta un gran imperio continental del que es prueba el Taj Mahal de Sha Jahan y comienza a descomponerse con Aurangzeb. Todos estos movimientos tienen que ver con el vacío geoestratégico formado en el Asia Central, que los kanatos herederos de Horda de Oro son incapaces de ocupar. En China los intemporales ciclos dinásticos se renuevan con el acceso de la dinastía manchú: los Qing. Japón expulsó a los portugueses, no así a los holandeses, y se cerró en el relativo aislamiento del periodo Tokugawa, que incluyó el exterminio de los cristianos, pero que quizá salvó la civilización japonesa de la colonización y permitió un desarrollo endógeno que en el siglo XIX la hará irrumpir de golpe en la modernización. Los océanos presencian el declive del Imperio español, que había llegado a su cúspide, temporalmente unido al portugués, en beneficio del holandés y el británico. Es la edad de oro de la piratería, que permite el efímero florecimiento de un modo de vida violento y excesivo, pero románticamente percibido como una utopía libre en el Caribe en la isla de la Tortuga.

Un siglo XVIII que comienza con lo que Paul Hazard definió como crisis de la conciencia europea entre 1680 y 1715, que abre paso a la Revolución científica newtoniana, la Ilustración, la Crisis del Antiguo Régimen y la que propiamente puede llamarse Era de las Revoluciones, cuyo triple aspecto se categoriza como la Revolución industrial, en el desarrollo de las fuerzas productivas, lo tecnológico y lo económico incluyendo el triunfo del capitalismo, la Revolución burguesa, en lo social, con la conversión de la burguesía en nueva clase dominante y la aparición de su nuevo antagonista: el proletariado, y la Revolución liberal, en lo político-ideológico, de la que forman parte la Revolución francesa y las revoluciones de independencia americanas. El desarrollo de esos procesos, que pueden considerarse como consecuencias lógicas de los cambios desarrollados desde el fin de la Edad Media, pondrá fin a la Edad Moderna. En Europa se encuentra de nuevo en ascenso demográfico, que se convierte esta vez en el comienzo de la transición demográfica, superadas las mortalidades catastróficas: la última peste negra en Europa Occidental en Marsella, en el año 1720 se vence con la inesperada ayuda del rattus norvegicus, que sustituye biológicamente a la pestífera rata negra; y con la vacuna de Jenner se obtiene la primera herramienta científica para el tratamiento de epidemias. En cuanto al hambre, no desaparece, de hecho el siglo presencia numerosos motines de subsistencia, que en Inglaterra anteceden al nuevo tipo de protesta, ligado al naciente proletariado industrial, pero que en las zonas que desarrollan precozmente una agricultura capitalista y un sistema de transportes modernizado pueden salvarse ya que en Inglaterra, Francia y Holanda el sistema de canales fluviales antecede en un siglo al trazado del ferrocarril. En otras continuó habiendo hasta bien entrado el XIX, como España con la hambruna de 1812, cuando se recurrió al consumo masivo de la tóxica almorta, que por las mismas fechas también fue detectado por los ingleses en la India o Irlanda, monocultivo de la patata que llevará al hambruna irlandesa de 1845 y a la emigración masiva. El equilibrio europeo iniciado en el Tratado de Westfalia en 1648, se recompone en el de Utrecht en el 1714, y se mantiene no sin conflictos, varios de ellos llamados Guerra de Sucesión, con hegemonía continental para Francia vinculada a España por los Pactos de Familia de la dinastía Borbón y hegemonía marítima para Inglaterra, certificada más tarde en Trafalgar en 1805. Las exploraciones de James Cook y la ocupación de Oceanía cierran la era los descubrimientos geográficos a la espera de las expediciones polares. La integración mundial avanza y surgen las primeras guerras mundiales en el sentido de que los imperios coloniales europeos se reparten territorios distantes como la India o Canadá al tiempo que se dirimen otros repartos en Europa como el de Polonia. Las posesiones europeas llegan a su máxima expansión en América en vísperas de la Independencia de Estados Unidos en el 1776 y de la Emancipación Hispanoamericana entre 1808 y 1824, anticipada por la Revolución de los Comuneros en 1737 y la rebelión de Túpac Amaru en 1780. Para recoger el testigo de la sumisión colonial, África y Extremo Oriente habrán de esperar al siglo XIX, pero en el Asia Central se asiste a una carrera por la ocupación de un espacio geoestratégicamente vacío entre Rusia y China. Simultáneamente, en el Pacífico norteamericano la emprenden Rusia, Inglaterra y España, mientras la colonización de Australia es iniciada por Inglaterra sin apenas oposición. La edad contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 223 años, entre 1789 y el presente. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas, el llamado primer mundo, y aún en curso para la mayor parte, los países subdesarrollados y los países recientemente industrializados, que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteadas para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.

Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales, los privilegiados, y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo, el movimiento obrero, en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas como la Revolución liberal, nacionalismo o totalitarismos; así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad. La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea, liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios, se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas, tanto los escritos como los audiovisuales, lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado. En cada uno de los planos principales del devenir histórico en el asunto económico, social y político, puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado. En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras crisis del Antiguo Régimen. El Antiguo Régimen había sido socavado ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los privilegios contrarios a la igualdad, la de condiciones jurídicas, no la económico-social) o la economía moral contraria a la libertad, la de mercado, la propugnada por Adam Smith, La riqueza de las naciones, en 1776. Pero, a pesar de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad, con la muy significativa adición del término propiedad, un observador perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente, no homogénea, sino de composición muy variada que, junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de capital. Ésta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora, consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.

En el siglo XX este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones mediante violentos cataclismos, comenzando por los terribles años de la Primera Guerra Mundial, y en otros planos mediante cambios paulatinos, por ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer. Por una parte, en los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social, se entienda éste como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social, tendió a llenar el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase, enfrentados entre sí: el anarquismo y el marxismo, dividido a su vez entre el comunismo y la socialdemocracia. En el campo de la ciencia económica, los presupuestos del liberalismo clásico fueron superados, economía neoclásica, keynesianismo, incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929, o teoría de juegos, estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible. La democracia liberal fue sometida durante el período de entreguerras al doble desafío de los totalitarismos estalinista y fascista, sobre todo por el expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial. En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos, denominación que se dio a la revolución de 1848, y el periodo presidido por la unificación alemana e italiana, pasaron a ser el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los grandes imperios multinacionales, español desde 1808 hasta 1898; ruso, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial, y la de los imperios coloniales como el británico, francés, holandés, belga tras la Segunda.

Si bien numerosas naciones accedieron a la independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa, la Unión Europea, no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes. La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades, personales o individuales, colectivas o grupales, muchas veces competitivas entre sí, religiosas, sexuales, de edad, nacionales, estéticas, culturales, deportivas, o generadas por una actitud, pacifismo, ecologismo, altermundialismo, o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas, minusvalías, disfunciones, pautas de consumo. Particularmente, el consumo define de una forma tan importante la imagen que de sí mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de consumo ha pasado a ser sinónimo de sociedad contemporánea..


La Factoria Historica

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