Un método de control además del bancario y las líneas de crédito de los distintos planes económicos de Estados Unidos respecto Europa durante los años veinte fue la regulación de las empresas que perjudicó la inversión tecnológica de los diferentes países europeos, sobre todo los de mayor proceso de industrialización, hubo también el intento de controlar el modelo productivo a partir del intento de introducir el taylorismo en el antiguo continente europeo que en términos generales fue sesgada y en otras, un fracaso pero que de alguna manera influyeron en la Europa posterior a 1929 sobre todo en países como Alemania o Italia. En Europa el Taylorismo fue conocido desde los primeros años del siglo debido a tres fuentes de información como fueron las traducciones de sus artículos en revistas especializadas, la movilidad de ingenieros y técnicos entre Europa y Estados Unidos y las visitas de los empresarios europeos a este país. La aplicación de sus principios no alcanzó sin embargo un gran desarrollo antes de la Primera Guerra Mundial aunque hay indicios de que determinadas experiencias estaban ya en marcha. El hecho de que cerca de dos mil ingenieros británicos visitaran Estados Unidos en esos años, que grandes empresas contrataran gerentes y directores con experiencia en América, y que bastantes empresarios como los Opel, Renault o Agnelli de Fiat visitaran los Estados Unidos, es una prueba del interés europeo por esos métodos. Aun así la nueva cultura del trabajo no dejaba de ser un fenómeno aislado. En Alemania en septiembre de 1918, en pleno clima pre-revolucionario, la secretaria berlinesa de la Asociación de Ingenieros creó el primer Instituto de Psicología Industrial. En esos mismos años Rathenau, propietario de AEG y Von Siemens lideraron la creación de comités de empresarios a nivel regional y nacional para implantar la estandarización industrial, la eficiencia y el estudio de métodos y tiempos. La rapidez con la que se extendieron los principios tayloristas en el contexto pre-revolucionario de la posguerra parecen dar la razón a quienes opinan que los empresarios en general usaban la tecnología y la organización del trabajo no tanto con criterios de eficiencia sino para explicitar su poder sobre los trabajadores, contra el obrero profesional de oficio y sus sindicatos. Una vez conseguida de una manera impuesta o pactada la nueva disciplina en los talleres, las empresas pudieron aprovechar la momentánea bonanza económica de los años veinte. En 1923, En Alemania, Opel inaugura la primera cadena de montaje en el sector del automóvil. En Italia la Fiat, la empresa más americanizada de las empresas del sector pasó de tener una cuota de mercado del 5’2% en 1905 al 82’6% en 1937 frente a la competidora Alfa Romeo que se especializó en vehículos de lujo. Ford instaló factorías en Cádiz en 1920, Barcelona en 1923 y en Berlín en 1925, como ya había hecho en Manchester y en Burdeos antes de la Primera Guerra Mundial. En Francia Berliet y Citroen eran empresas decididamente fordistas. La sesgada aplicación del taylorismo fue común en todos los países.
Las razones en primer lugar fueron los métodos que eran considerados espúreos y ajenos a la forma de proceder en distintas naciones, por lo que su introducción sería origen de tensiones en las relaciones entre patronos y trabajadores. En Alemania el taylorismo quebraba las tradicionales relaciones laborales basadas en los vínculos de jerarquía y lealtad y armonía previstos en las practicas paternalistas de los empresarios hacía sus trabajadores. En Gran Bretaña lo más suave que se podía oír a técnicos y especialistas era que el taylorismo era un método muy simplista que no se ajustaba a la compleja naturaleza humana; también decían que convertía el trabajo en algo rutinario y odioso, que equiparaba el hombre a la máquina, e que incluso, como ocurría en el sistema Bedaux, que podía restaurar la esclavitud. En segundo lugar muchas empresas adoptaron los métodos del taylorismo finalmente mostraron su escepticismo al comprobar que solo eran eficaces si se aplicaban a procesos repetitivos, poco usuales aún en una producción tan diversificada como la europea, con lo que el método aportaba más problemas que soluciones. En tercer lugar el taylorismo y el fordismo requerían obligatoriamente de amplios y homogéneos mercados para proceder a la producción a gran escala. La poca idoneidad de los mercados fue una causa decisiva en el retraso o la introducción sesgada de estos métodos. Los mercados eran aún demasiados pequeños y fragmentados para que la organización pudiera implantarse completamente y menos después de los hechos acontecidos en la bolsa de Nueva York en 1929. Las maquinas y los métodos tayloristas y fordistas introducían serías rigideces en los flujos de productos y aumentaban los costes fijos de unas empresas que operaban en mercados caracterizados aún por la flexibilidad y fragmentación de la demanda. En el sector del automóvil la organización científica fue un fiasco. Muchos empresarios europeos del automóvil como Daimler, Alfa, Rover, siguieron trabajando para una clientela que abominaba compartir sus gustos con los de las masas. Es esta la razón del fracaso de Ford en Gran Bretaña, en Manchester y luego en Dagenham, en Londres. La producción británica de Ford era en 1929 de sólo de 182.000 respecto a los dos millones que vendía en Estados Unidos siendo su cuota de mercado en el Reino Unido del 4% en 1929. Un obstáculo importante fueron las inadecuadas características de muchos mercados de trabajo, incapacitados para alcanzar una conditio sine qua non para toda producción taylorista con una mano de obra abundante, poco cualificada y a ser posible desarraigada. Un colectivo obrero al que su desamparo le obligara a aceptar el trabajo duro y alienante sin más alternativas. En Europa la implantación del taylorismo y del fordismo sería posible donde los mercados de trabajo fueran similares al descrito, algo poco común en el viejo continente antes de la Segunda Guerra Mundial y que de algún modo influyó en el desarrollo crac de 1929 y en la evolución de ideologías y hechos históricos posteriores en Europa. Una última explicación fue que la implantación o no del trabajo científico a comienzos del siglo XX dependió también de la fortaleza de las organizaciones obreras. La experiencia histórica permite afirmar que, junto a otros requisitos ya citados más arriba, el taylorismo o el fordismo que se instalaron en aquellos sectores o ambientes en los que no existía un conflicto entre el capital y el trabajo. No es por eso extraño que el trabajo científico se desarrollara en países como Italia, Alemania o más tarde, España, en los que las dictaduras privaban a los trabajadores de la posibilidad de defenderse. Al rechazar la implantación de los métodos americanos, la empresa europea trataba de preservar su viabilidad. Para competir con las grandes empresas americanas, una parte del tejido empresarial europeo necesitaba libertad de movimientos en el diseño de sus estrategias; libertad para decidir en el terreno de la tecnología, de la gestión del trabajo y de las relaciones laborales, porque entendía que la reproducción mimética de las recetas tayloristas o fordistas formaba parte de los intentos de la industria norteamericana para sacar ventaja comercial y empresarial de su mayor capitalización y capacidad organizativa.
En síntesis los problemas económicos que desarrollaron el crac de 1929 y que influenciaron en su posterior evolución en Europa fueron que existió una excesiva dependencia crediticia por parte de Estados Unidos hacía Europa a partir de los diferentes planes económicos americanos como fueron el Plan Dawes en 1924 y el Plan Young en 1929. Entiendo que la capacidad productiva de las naciones, estadounidense y europeas, era más grande que su capacidad de consumo. El modelo productivo, la organización científica del trabajo, el taylorismo o fordismo americano no habían logrado triunfar en países con una fuerte tradición sindical y en un mercado europeo demasiado diverso y flexible poco preparado al comercio ideado para las masas. La política arancelaria y las deudas de guerra habían reducido eficazmente el mercado y agudizaron de algún modo los problemas estando el comercio entre las diferentes naciones comprometidos y sin margen de maniobras. Otro factor es que el desarrollo tecnológico estaba por delante de una industria con una estructura anticuada y un mercado no adoptado a una nueva tecnología, como era la industria eléctrica, que en 50 años pasó de ser residual a estar en todas las casas de las naciones europeas y de Estados Unidos. En resumen se puede entender que para que el mercado económico sea viable debe de haber un equilibrio entre políticas nacionales, comercio, organización empresarial y desarrollo tecnológico. Esto en el período entre 1929 y 1939 no sucedió. Uno de los principales rasgos de la industria eléctrica del siglo XX fue lograr un alto grado de estandarización con el fin de permitir un uso universal de los aparatos eléctricos. A comienzos del siglo habían aparecido la mayoría de los aparatos familiares de hoy en día, como la calefacción o aparatos para cocinar y sobre todo para el alumbrado área en la que se había convertido en un poderosos rival de la lámpara de gas a la que remplazó en gran medida en 1930. Pero a comienzos de siglo su influencia como industria aún era pequeña. El crecimiento de la industria eléctrica fue a la par de la del automóvil, es decir, espectacular siendo 1920 un punto de inflexión. Aquel año solo el 12% de los hogares británicos tenían instalación eléctrica, 40 años después sería de un 96% siendo un uso casi universal. La historia de la industria eléctrica puede ser convenientemente dividida en tres apartados: el modo de generación, la distribución a los consumidores y la utilización. En Gran Bretaña la intervención gubernamental fue muy amplia acaso debido a que según las normas internacionales, la situación de la industria era caótica. En 1925 se estableció Un Consejo Nacional de Electricidad para construir una red nacional que conectara entre si un número relativamente pequeño de centrales grandes escogiéndose 58 estaciones operativas, incluyendo 15 nuevas y se recomendó el cierre de otras 432. Para fines de 1935, la red nacional estaba prácticamente completa, con 4.600 Km de líneas principales y 1.900 Km de secundarias. En los años de entreguerras, Alemania ocupaba el tercer lugar entre los productores de electricidad, estando los Estados Unidos a la cabeza, En los años veinte, la capacidad de generación superaba a la demanda porque la expansión industrial era más lenta de lo esperado. Cuando realmente empezó la expansión hubo una renuencia a invertir en mayor capacidad.
La tensión suministrada a los consumidores variaba considerablemente de un lugar a otro. En Gran Bretaña entre 1935 y 1936 oscilaba entre los 100 y los 480 voltios. También variaba considerablemente la frecuencia d suministro. A mediados de la década de 1930, comúnmente era de 50 ciclos por segundo en Europa, pero esto de ningún modo era universal. Alrededor de las tres cuartas partes del suministro de Gran Bretaña se ajustaba a esta norma por entonces, pero no eran desconocidas frecuencias tan bajas como 25 ciclos por segundo; a frecuencias tan bajas las bombillas eléctricas mostraban un parpadeo perceptible. Cualquier plan importante de racionalización tenía que tomar nota de estas diferencias y eliminarlas. En 1933, la central eléctrica de Battersea en Londres tenía una instalación de 105 Mw, que era entonces la mayor de Europa. En Estados Unidos se habían alcanzado los 208 Mw en la década de 1930. El aumento del tamaño fue acompañado de una mayor eficiencia. Los generadores de 1.500 Kw de Parsons para Elberfeld requerían 8,3 kg de carbón por kw/h, mientras que las unidades de Carville solo consumían 2 kg por kw/h. Esta mejora de la eficiencia fue acompañada de mayores temperaturas de trabajo para el vapor. Antes de la Segunda Guerra Mundial se estaba empleando vapor sobre calentado a 370 Centígrados, en la década de 1930 se subió a unos 425 Centígrados. Varios factores fijaban un límite al tamaño de las unidades de generación que podían ser montadas y entre estos se destacaban el tamaño y el peso de las unidades indivisibles como el alternador, el rotor y el estator, que podían transportarse por carretera o ferrocarril desde la fabrica hasta la central eléctrica. Uno de los principales problemas de la industria eléctrica fue la transmisión por la perdida de energía. La electricidad se perdía cuando circulaba por un conductor habiendo dos maneras de reducir las perdidas de energía como era empleando un buen conductor o utilizando tensiones altas. Si se puede lograr reducciones más sustanciales de las pérdidas de energía es aumentando la tensión. Hasta la llegada de la red nacional en la década de 1930, Gran Bretaña tropezó con el problema de la multiplicidad de pequeños suministradores locales, por lo que la transmisión a larga distancia era relativamente poco importante. Para la transmisión a larga distancia en el coste del cable si se usaba corriente continua en lugar de alterna. Para la transmisión o distribución a larga distancia por campo abierto se podían instalar cables aéreos de alta tensión sujetos a torres metálicas aunque con las crecientes tensiones el aislamiento en los puntos de suspensión se volvió problemático, especialmente con tiempo húmedo o glacial. En las zonas urbanas, sin embargo, y para la distribución final a los consumidores, eran necesarios cables subterráneos, aunque eran muchos más caros. Para éstos, era preciso un aislamiento continuo contra la humedad. Para los cables que soportaban cargas ligeras se empleaba aislamiento de caucho. En la utilización de la industria eléctrica en la industria en general el motor eléctrico tuvo un fuerte impacto, donde la convivencia de tener motores individuales para cada maquina que eliminaran las torpes y ruidosas correas de transmisión y fueran capaces de funcionar durante largos periodos de tiempo sin mantenimiento, pesaban más que el coste. La gama de potencias era enorme, abarcando desde máquinas masivas que desarrollaban varios miles de caballos a vapor y eran capaces de accionar trenes de laminación en acerías, hasta minúsculos motores que suministraban la fuerza motriz para electrodomésticos, maquinillas de afeitar eléctricas y relojes. La mayoría de estos pequeños motores son los llamados universales es decir, capaces de funcionar con corriente alterna o continua.
En síntesis hubo un control después de la Primera Guerra Mundial por parte de los Estados Unidos hacía Europa a partir de un plan crediticio como fue el Plan Dawes. Cuando ocurrió el crac de 1929 Estados Unidos cayó y Europa se resintió al no poder pagar los créditos que estos debían a los Estados Unidos, siendo Alemania el más afectado ya que Alemania era el 70% de las exportaciones de toda Europa. Esto produjo una caída en cadena, en países como el Reino Unido que era el país que importaba más en toda Europa. Estados Unidos no solo expandió su control entre 1920 a 1930 mediante las líneas de créditos sino también a través de la introducción del fordismo, su sistema productivo, pero esta introducción en Europa fue sesgada ya que solo tenía calado en aquellos países donde la fuerza sindical era débil como eran Italia con la Fiat o en Alemania sobre todo cuando entraron en el poder los nazis ya entrado los años 30. Otro motivo de su fracaso fue que el mercado europeo no se ajustaba, por ser demasiado flexible y disperso, al nuevo sistema productivo destinado a unas masas demasiado empobrecidas y poco preparados para el consumo. Este desgaste del comercio y de las empresas hizo que los estados tuvieran que apropiarse y regular dichas empresas aún sin quererlas como en el caso de Francia y subir su déficit como país. La hipótesis es que el problema se produjo por no existir un equilibrio entre el desarrollo tecnológico y el desarrollo productivo cuando el mercado no estaba preparado ni adecuado para recibir la producción ofertada.
El crac de 1929 en Estados Unidos
En Estados Unidos se produjo el crac en octubre de 1929. El día 24 de este mes más de 12 millones de acciones cambiaron de manos en un delirio de ventas, produciéndose el día 29 la catástrofe. Acciones solidas como las de American Telephone and Telegraph, las de la General Electric y la de la General Motors perdieron de 100 a 200 puntos en una sola semana. A finales del mes, los accionistas habían sufrido pérdidas por más de 15 millones de dólares. La mayoría del valor de toda clase de inversiones en la bolsa había alcanzado la fantástica suma de 40 mil millones de dólares. En esos momentos millones de inversionistas habían perdido los ahorros de toda su vida. Las casas de negocios cerraron sus puertas, las fábricas suspendieron sus actividades, los bancos se arruinaron y millones de personas caminaban por las calles en una vana búsqueda de trabajo. Las recaudaciones de impuestos se redujeron hasta el extremo de que las ciudades y municipios no pudieron pagar a los maestros; el trabajo en la rama de la construcción prácticamente se interrumpió por completo; el comercio exterior, que ya se había visto gravemente afectado, descendió a un nivel sin precedentes.
Las causas de este crac económico fueron varias. Primero, la capacidad productiva de la nación era más grande que su capacidad de consumo. Esto se debió a que una porción demasiado grande del ingreso nacional iba a parar a manos de un pequeño porcentaje de la población, que rápidamente lo invertía en ahorro o inversión, en tanto que una porción no suficiente del ingreso iba a parar a los obreros, los agricultores y los trabajadores de “cuello blanco” de cuya continua capacidad de compra dependía todo el sistema económico. En segundo lugar, la política arancelaria y las deudas de guerra seguida por el gobierno había reducido eficazmente el mercado extranjero para los artículos estadounidenses y a causa de la depresión mundial de principios de la década de 1930, el mercado se derrumbó. En tercer lugar, las políticas de facilitación del crédito habían conducido a una desenfrenada expansión del mismo, a un gran incremento de las compras a plazos y a una especulación desenfrenada. El endeudamiento del gobierno y de los particulares osciló entre 100 mil y 150 mil millones de dólares y la especulación había elevado a las acciones y a las propiedades muy por encima de su verdadero valor. Por último la persistente depresión agrícola, el continuo desempleo industrial y la tendencia ininterrumpida a la concentración de la riqueza y del poder de muchos grandes consorcios produjeron una economía nacional fundamentalmente malsana. La Gran Depresión fue el final de las fuerzas sociales y económicas de la industrialización y la urbanización que habían estado transformando Estados Unidos desde finales del siglo XIX. En toda la historia de Occidente nunca ocurrió otro colapso económico que pusieran a tantos estadounidenses al borde de la inanición ni tan cerca de destruir las instituciones básicas de la vida americana. Por ejemplo la cuantía de los valores contratados en la Bolsa de Nueva York se hundió desde los 87 mil millones de dólares en 1929 hasta los 19 mil millones en 1933[5]. Los precios al por mayor bajaron en un 33% y los agrícolas parecían casi haber dejar de existir siendo un 60% más bajos que en 1929. En tres años la renta nacional y la producción industrial bajaron hasta la mitad del último año de auge. Los cálculos de 1932 fueron que los costes humanos de este derrumbamiento de la complicada maquinaria industrial eran de diez millones de desempleados o veinticinco millones de personas que no poseían fuente de renta alguna. Todo esto fue acompañado por una serie de quiebras de bancos que se fueron extendiendo. En conjunto quebraron más de diez mil bancos de depósitos en los cinco años que siguieron a 1929. La producción industrial disminuyó el 28% entre 1929 y 1931. El paro en Estados Unidos se elevó al 16% de la población activa en 1931, es decir, que el número de parados pasó de 429 mil personas en 1929 a 7 millones en 1931. Los salarios declinaron un 39%. El comercio exterior por su parte se contrajo.
En 1932 Estados Unidos contaban con cerca de 14 millones de parados, el 23% de la población activa, aunque en 1932 y 1933 la producción industrial hubiese aumentado (+ 16%) el porcentaje de paro siguió por encima del 20% de la población disminuyendo a partir de 1935 hasta 1938 con el 17% de desempleo. En los Estados Unidos se adoptaron una serie de medidas políticas al que se le llamó el New Deal respecto a la crisis económica de las manos del nuevo presidente electo F. Roosvelt en 1933. Los millones de parados y el hundimiento general del sistema bancario, recesión de la producción y del consumo hasta límites insospechados hizo que se efectuase un plan de actuación que fue empírico y dinámico y que persiguió un doble objetivo como fue la recuperación de la actividad económica y la reforma de los puntos que contribuyeron a la crisis.
El impacto del crac de 1929 en Europa
Entre 1919 a 1929 Estados Unidos ascendió sus inversiones a largo plazo a casi 9.000 millones de dólares en Europa. Esto se manifestó en el Plan Dawes en septiembre de 1924 donde se vislumbró las debilidades subyacentes de la situación de pagos de los países aliados y sobre todo de Alemania que acabó siendo el país más afectado después de los tratados de paz firmados al finalizar la Primera Guerra Mundial que solo enmascaró por los masivos prestamos extranjeros. Alemania tomó prestados 28.000 millones de marcos en el extranjero entre los años 1924 a 1930 pagando en reparaciones que ascendían a 10.300 millones. La crisis sobrevino cuando los préstamos que venían de Estados Unidos fueron cortados por la crisis de 1929. Alemania había acumulado grandes pasivos extranjeros en forma de deudas a corto plazos con la exigencia de un reembolso inmediato, unos 16.000 millones de marcos que venían de Estados Unidos, Gran Bretaña y Países Bajos. Alemania no acabó pagando la totalidad de la deuda y los debates historiográficos se debaten en si Alemania quiso en alguna ocasión pagar la totalidad de la deuda. En conjunto Alemania pagó solo una fracción de la factura original de las reparaciones que eran de 33.000 millones de dólares. Los acuerdos sobre las deudas entre las potencias aliadas no fueron mucho más satisfactorios. La cuenta final de los préstamos ascendía a 23.000 millones de dólares siendo Estados Unidos el máximo acreedor, con la mitad en total del pago prestado a Gran Bretaña, Francia e Italia. Gran Bretaña fue el segundo máximo acreedor con reclamaciones contra otros países que excedían con mucho las deudas con norte américa siendo los máximos deudores Francia, Bélgica y Italia. Ante la crisis de 1929 Estados Unidos insistió en cobrar la totalidad de los préstamos con lo que las potencias aliadas solo pudieron a su vez reclamar para cobrar sus propias deudas concluyéndose finalmente este conflicto económico con acuerdos bilaterales con los distintos países con los términos de pago de liberalización escalonando el pago de las deudas considerablemente. Pero esto no solucionó el problema. El pago de las deudas de guerra provocó dificultades presupuestarias y de transferencia que la crisis de 1929 en Estados Unidos agudizó en sobremanera. Las diversas reacciones a la crisis económica mundial, la practica totalidad de los países fue en general aplicar el principio de las tradicionales estrategias liberales de superación de crisis de la política de austeridad deflacionista. La estabilidad monetaria y la nivelación del presupuesto, los recortes de los salarios y los precios fueron los medios con los que se hizo frente al descenso de la producción y al cada vez mayor desempleo. Solo cuando se puso de manifiesto que no se trataba de una recesión coyuntural normal, se recurrió a nuevos métodos e instrumentos cuya característica común era un aumento del intervencionismo estatal. En Alemania la ruptura más radical con la política económica anterior se produjo en el Imperio Alemán, y no se trató únicamente de una modificación de la política económica, sino de una reforma de todo el sistema económico. En cualquier caso esta ruptura no se llevó a cabo hasta que los nacionalsocialistas tomaron el poder hasta comienzos del 1933. Hasta entonces se había reaccionado frente a la crisis de forma casi clásicamente deflacionista. El banco central alemán se atuvo a las reglas del patrón oro, en las que tuvo que ejercer una política financiera restrictiva con alto tipos de interés en contra de las exigencias políticas coyunturales para hacer frente al flujo de oro y divisas hacia el extranjero. Las medidas de política fiscal y social del gobierno, de todos modos, tenían una orientación anticíclica como fueron el incremento de los ingresos y disminución del gasto público para poder equilibrar el presupuesto, recortes de las prestaciones sociales o disminución de los salarios. Las transformaciones de la política de ordenación económica que se impusieron después de 1932 bajo el dominio nacionalsocialista. En el ámbito empresarial se produjo una derogación de los derechos de los trabajadores. En la agricultura, la artesanía y la industria o el comercio surgió una forma organizativa en la que, aunque se esperaba en lo fundamental la autonomía de cada unidad empresarial, se reforzaba el poder de los grandes monopolios o grupos monopolísticos dentro de las asociaciones y el poder de las asociaciones como tales. Surgió un orden particular, cuyos términos de comparación más cercanos serían las formas corporativas del fascismo italiano, pero sobre todo del sindicalismo español.
No era importante el orden como tal sino la tarea que debía cumplir el orden económico reformado. Las actividades concretas de política económica del régimen nacionalsocialista comenzaron inmediatamente después de la toma del poder, en la primavera de 1933, con la congelación de salarios y la supervisión de los precios, y prosiguieron con medidas de empleo que en el último término era la continuación de los intentos anticíclico de los dos gobiernos precedentes. Las medidas de empleo a medio plazo beneficiaron sobre todo a la construcción. La introducción del servicio militar general, la transformación del servicio social, originalmente voluntario, en obligatorio, la propaganda intensa en contra de la actividad laboral de la mujer y sobre todo un rearme cada vez más importante tuvieron como consecuencia que en 1936 se lograra una especie de pleno empleo. En Italia hasta 1934 no se empezó a llevar a efecto un carácter reformador del sistema, con la fundación de autenticas corporaciones, el sistema corporativo al que se aspiraba. Tales corporaciones estaban integradas paritariamente por empresarios y asalariados representantes del partido y de los ministerios afectados, y debían regular las relaciones laborales e intervenir directamente en la producción y comercialización mediante el establecimiento de cuotas y la determinación de los precios. El corporativismo no llegó a completarse, pero el reparto de tareas y competencias de las corporaciones nunca se definió claramente. En lugar de esto, las burocracias ministeriales y las asociaciones empresariales colaboraron estrechamente, como en Alemania, y eran ellas quienes determinaban en ultima instancia los salarios, los precios y las cuotas de producción. En la política monetaria y financiera se renunció definitivamente a la política deflacionista seguida hasta entonces. Se intensificaron los controles de divisas y se amplió el sistema de cuotas a la importación. La supresión de facto de la cobertura en oro de la lira en 1935 fue seguida en 1936 del abandono de iure del patrón oro. Se redujeron los intereses y se amplió el margen de crédito. El rearme se condujeron a partir de 1936 a una política presupuestaria expansionista que también como en Alemania fue financiada mediante el endeudamiento. La estrecha interrelación entre el capital industrial y el financiero condujo a que el estado en sus acciones de apoyo a los bancos amenazados por la bancarrota, se hiciera cargo al mismo tiempo de sus participaciones en las industrias. Estas fueron reunidas en el Instituto per la Reconstruzione Industriale (IRI) que surgió en 1933 y que llegó a poseer de este modo más del 20 % del capital de todas las sociedades anónimas italiana, aunque a través de participaciones controlaba en realidad el 42%. Gran Bretaña en su política económica siguió dos trayectorias contrapuestas como respuesta a la crisis de 1929. La política financiera siguió presa de las concepciones ortodoxas. No se llegó ni a una financiación del déficit orientada a combatir los ciclos ni a medidas especiales de efectos expansivos en el marco de la política presupuestaria tradicional. La política monetaria, por el contrario facilitó la recuperación. Ya en 1932 se produjo el abandono de la paridad oro sobrevalorada, los tipos de interés bajaron, se limitó la concesión de créditos a extranjeros y se incrementó la cantidad de dinero y la liquidez bancaria. Además, con ayuda de un fondo de compensación monetario especial se estabilizaron los tipos de cambio, en si mismos flexibles. El gobierno británico intentó con un paquete de medidas concretas apoyar determinados sectores y ramas de la economía y potenciar la restructuración regional y sectorial. Se trataba de una política de intervencionismo puntual, pero no de dirigismo. La economía recibió apoyo estatal, sin que se la forzara a la modernización estructural a la que se aspiraba. Este apoyo logró en parte lo contrario de lo que se pretendía conseguir: se reforzaron los procesos monopolísticos y se consolidaron estructuras envejecidas. En conjunto la política británica contribuyó poco a la recuperación económica que se inició a partir de mediados de los años treinta. Las medidas más adecuadas fueron las referentes al dinero y a la política monetaria. En cualquier caso el intervencionismo puntual para apoyar sectores económicos concretos fue fundamentalmente distinto a otras políticas europeas como la sueca orientada de forma global a la expansión y a la lucha contra los ciclos. Por su parte en Francia las reservas de oro en su política monetaria la colocaron en una posición independiente ante la crisis. Entre 1931 a 1936 el gobierno francés emprendió inútilmente un intento a través de una política deflacionaria de reducir costes y precios en la medida de la revaluación o sobrevaluación del franco.
A pesar de esta política la situación empeoró. Cayeron en bancarrotas las pequeñas y medianas empresas además de los bancos, grandes empresas de transportes y consorcios industriales. El estado salvó a las empresas que consideró importantes y logró una influencia decisiva a través de la adquisición de acciones. Con el gobierno socialista y comunista en 1936 se intentó imitar al new deal americano adoptándose medidas expansivas como el abandono del patrón oro, un aumento de los salarios entre el 7% y el 15%, medidas de empleo públicas, introducción de la semana de cuarenta horas y de vacaciones anuales pagadas. En la agricultura los ingresos fueron respaldados transfiriendo el monopolio sobre los cereales a una nueva instancia, la Office du Blé, cuya tarea era la de fijar precios y en comprar excedentes. En la industria se organizaron carteles bajo la dirección del estado. Se llevaron a cabo nacionalizaciones como en los ferrocarriles o en la industria alimentaria. Esta política económica no fue exitosa ya que actuó en un periodo demasiado corto o por la situación internacional en los años 1937 y 1938 con tendencias recesivas. La estructura económica francesa a pesar del impulso modernizador de estos años mostraba aún déficits considerables, no pudiendo alcanzar altos rendimientos y competitividad internacional. Bélgica y los Países Bajos reaccionaron de forma parecida a como lo hizo Francia. El mantenimiento del Patrón oro con una moneda sobrevalorada condujo, también aquí, a una política deflacionaria o de acomodación. De todos modos la política monetaria de dinero y crédito se configuró de forma expansiva. Las contradicciones resultantes se superaron en parte cuando en 1935 y 1936 se renunció al patrón oro. No se aplicó sin embargo una política verdaderamente expansiva a pesar de que llegaron al poder los social demócratas en un país y los socialistas en el otro. En cualquier caso se reforzó la influencia estatal en la economía en la que en la segunda mitad de los años treinta eran reconocibles los inicios de una activa política estructural y de empleo. En la Europa Escandinava, en zonas como Suecia, y con limitaciones Noruega o Dinamarca fueron los países que encontraron la respuesta más moderna a la crisis el marco de un sistema liberal-democrático. La política de los socialdemócratas suecos a partir de 1932 estuvo influida de forma esencial por una corriente dentro de la ciencia económica, la denominada Escuela de Estocolmo, que al igual que Keynes, había desarrollado un esquema de interpretación anticíclico y orientado a la demanda que confería al estado una cierta responsabilidad en la reconquista de la estabilidad económica. Al menos una parte de las medidas concretas de política económica intentó trasladar la teoría a la praxis ya que en el ámbito del crédito y el dinero, se rebajaron los tipos de interés y se amplió la liquidez bancaria. Se devaluó la corona. Se incrementó el gasto público y se produjo una financiación limitada del déficit, es decir, el endeudamiento estatal creció levemente a partir de 1932. Se llevaron a cabo medidas de empleo públicas, y se apoyó con subvenciones a diversos sectores económicos. La demanda privada fue estimulada mediante la mejora de la legislación social. A partir de 1935, después de que se hubiera superado el punto culminante de la crisis, se anularon algunas de estas medidas, se redujo el endeudamiento y se eliminó el déficit presupuestario. En la Europa del este reaccionó a la crisis a excepción de Polonia con una política comercial y aduanera extremadamente restrictiva y con un amplio control sobre las divisas. También se produjo una limitación del margen monetario y crediticio, disminución del nivel de los salarios y precios, recortes en el volumen presupuestario y nivelación del presupuesto. El estado intervino cada vez más en la economía. El control se extendió al comercio con productos agrarios. Los gobiernos con ciertas medidas como subvenciones, facilidades fiscales, el fomento de ciertas estructuras y otras medidas trataron de impulsar la industrialización en el sentido de sustituir las importaciones.
El estado trató de dirigir directamente el proceso productivo. La crisis provocó a salvar por parte del estado a ciertas empresas que pasaron en parte o de manera total a estar en manos del mismo estado. Se hizo cargo de las empresas extranjeras con el objetivo de reducir la influencia extranjera dominante en la industria y poner en manos del estado las empresas claves. En el sector industrial el capital fluyó sobre todo a la industria textil, alimentaria y ligera, es decir, a sectores económicos que difícilmente podían constituir la base de un proceso de crecimiento industrial extenso. Los medios financieros públicos eran limitados, y no pudieron sustituir la retracción de las importaciones de capital extranjero. La política de nacionalización introdujo la disensión, pues no atraía precisamente a los inversores extranjeros a destinar más capital a estos países. En vista del limitado mercado de capitales, el capital interior apenas pudo movilizarse. El intento de los regímenes semifascistas surorientales de impulsar un proceso de industrialización que sustituyera a las importaciones cayó por todo ello en conflictos de difícil solución.
La depresión de los años 30
Hacia 1925, la economía mundial se hallaba bastante equilibrada, la producción había vuelto al nivel de antes de la Primera Guerra Mundial, la cotización de las materias primas parecía estabilizada y los países que atravesaban un periodo de alta coyuntura eran numerosos. Sin embargo, no era un retorno a la belle époque. Una serie de equilibrios tradicionales quedaban alterados: la producción y el bienestar progresaban de manera espectacular en unas partes como eran Estados Unidos, o Japón, mientras que en otras, perdida la prosperidad anterior a la guerra, vivían abrumados por el desempleo y las crisis endémicas; en particular en el Reino Unido. Al propio tiempo, los estadounidenses complicaban de singular manera la posición de los europeos. La deuda internacional no podía pagarse sino con oro o mercancías, y los estadounidenses frenaban sus importaciones de Europa con nuevos y cada vez más elevados derechos de aduana, al tiempo que utilizaban su superioridad para imponer sus exportaciones a Europa. Por otra parte, los Estados Unidos disponían de las mayores reservas de oro del mundo, por lo que, para mantener el patrón oro, hubo de conceder cuantiosos préstamos a Europa. Tal fue el origen de los planes Dawes y Young. En 1914, la economía estadounidense vivía en plena era de prosperidad, y la guerra europea la acrecentó ya que durante tres años sucesivos, los Estados Unidos fueron los proveedores de un mercado casi ilimitado, mientras las potencias europeas se aniquilaban entre sí. La capacidad industrial de los Estados Unidos también había aumentado considerablemente, y su agricultura progresaba a idéntico ritmo. Desde 1925, las actividades de la Bolsa habían evolucionado tan vertiginosamente como la producción industrial del país. La cotización de las acciones subía regularmente de año en año, y fueron numerosos los estadounidenses que hallaron en la especulación de la Bolsa la fuente de una rápida fortuna ya que la fiebre de jugar a la Bolsa tentaba a todos los estratos de la población de modo irresistible, tanto rentistas y jubilados como aprendices, que ignoraban todo lo relativo a la industria, a la economía y a la misma Bolsa. Todo el mundo consideraba que la economía del país se encaminaba hacia niveles insospechados, y todos estaban persuadidos de que las “mejores acciones” podían conseguirse con muy poco dinero, pensando que debía aprovecharse de aquella buena suerte antes de que pudiera terminarse.
La continuada demanda hizo subir las acciones a alturas increíbles, y pronto la cotización en Bolsa fue pura especulación, que nada tenía de común con la auténtica solvencia de una sociedad. Mientras sólo se trató, para el ciudadano medio, de invertir sus economías, la especulación siguió dentro de unos límites más o menos razonables, pero transcurrió el tiempo y los estadounidenses empezaron a jugar a la Bolsa con dinero prestado. Una acción de cien dólares nominales podía obtenerse solo por diez, mientras el resto, llamado “excedente”, o sea, noventa dólares, se pagaba a crédito. Si la acción seguía subiendo, todo iba perfectamente: un alza del 10%, esto es, que pasara de 100 a 110 dólares proporcionaba al accionista un beneficio neto del 100% sobre los 10 dólares que en realidad había desembolsado. En cambio, si la acción bajaba en un 5 o un 10%, el corredor bursátil exigía nuevo pago al contado, y si el cliente no podía hacer frente al mismo, se veía obligado a vender con pérdida, con el fin de cubrirse él y cubrir a otros acreedores eventuales. Entre los pequeños especuladores, decenas de millares de ciudadanos, eran muy pocos los que poseían reservas de liquidez apreciable. La Primera Guerra Mundial por su parte tuvo unas consecuencias económicas profundas y duraderas que contribuyeron a esta grave situación, al poner fin al orden económico internacional, existente desde la segunda mitad del siglo XIX como antes hemos mencionado. Supuso un descenso demográfico directo e indirecto de alrededor del 10% de la población europea y de un 3,5% del capital existente. Desde el punto de vista financiero, el conflicto bélico conllevó un gasto público descomunal financiado por deuda pública tanto interna como externa que supuso la multiplicación por seis de la deuda ya existente, también se valieron de la creación de dinero lo que supuso una fuerte presión inflacionista. En el transcurso de la guerra, diversas naciones no participantes en el conflicto como Estados Unidos y Japón se apoderaron de algunos mercados internacionales, tradicionalmente dominados por los europeos, que en ese momento centraban sus esfuerzos industriales en la producción militar. En el sector agrícola la demanda exterior de productos alimenticios de los países participantes creció durante la guerra, lo que estimuló la producción agrícola de los países neutrales, que al acabar la guerra y volver a la situación anterior vieron como contaban con una oferta excesiva de productos agrícolas que forzó una bajada de los precios en este sector. La guerra además también estableció un nuevo mapa político de Europa con nuevas fronteras que trastocó la estructura económica y comercial del continente al romper mercados y perder eficiencia económica, exigiendo nuevas inversiones. Las reparaciones económicas impuestas por los vencedores de la guerra a los derrotados fueron astronómicas. La cantidad fijada para Alemania por el Comité de Reparaciones, en 1921, fue de 132.000 millones de marcos oro, lo que significaba, en su momento inicial, el pago anual del 6% del Producto interior bruto de este país. Los acreedores cobraron solo una pequeña parte de las deudas, a costa de que la economía internacional perdiese oportunidades de fortalecimiento y crecimiento. Tras el final de la primera guerra mundial, Estados Unidos experimentó un fuerte crecimiento económico, desplazando a Gran Bretaña del liderazgo económico mundial. Durante los años previos a la Gran depresión se incrementó en aquel país la producción y la demanda, con una profunda transformación productiva dominada por la innovación tecnológica. Del optimismo y de la bonanza económica también participó la Bolsa como antes se ha mencionado que vivió un prolongado incremento de las cotizaciones, que permitió la formación de una burbuja especulativa, financiada por el crédito, todo el mundo debía aprovecharse de una bonanza económica que acabó produciendo un caos generalizado en la sociedad occidental que se proyectó de alguna manera al mundo entero, eran los felices años 20. Desde antes del verano de 1929, varios indicadores macroeconómicos habían empezado a sufrir un suave descenso. La coyuntura del alza, denominada allí Big Bull Market, descansaba así sobre una base sumamente frágil. Todo el sistema se derrumbó en octubre de 1929, y en pocos días, en cuestión de horas, incluso, las cotizaciones perdieron todo cuanto habían ganado durante meses o, mejor dicho, durante años. Los pequeños especuladores quedaron arruinados y tuvieron que vender con enormes pérdidas, y al cundir el pánico los grandes capitalistas se encontraron también con dificultades. El 23 de octubre de 1929 las cotizaciones registraron un pérdida media de 18 a 20 puntos, y pasaron de mano en mano unos seis millones de títulos; al día siguiente, nueva caída de las cotizaciones, entre 20 y 30 puntos, e incluso de 30 a 40 para las grandes empresas. En tan crítico momento, los primeros bancos del país y los corredores de Bolsa más destacados intentaron salvar los negocios y reunieron 240 millones de dólares para sostener las cotizaciones mediante compras masivas, y en aquella sola jornada cambiaron de mano trece millones de acciones. Tan desesperada tentativa produjo sólo resultados de carácter momentáneo; el lunes 28 de octubre, se produjo un nuevo descenso de 30 a 50 puntos, y al día siguiente, que pasó a la historia con el nombre de “martes negro”, fue la jornada más sombría de Wall Street. El pánico fue absoluto: en pocas horas, dieciséis millones y medio de acciones se vendieron con pérdida a un promedio del 40%. Más tarde en noviembre, cuando se hubieron calmado un poco los ánimos, las cotizaciones habían descendido a la mitad desde el comienzo de la crisis bolsística, y no menos de 50.000 millones de dólares se habían desvanecido como el humo. La inexistencia en Estados Unidos, de un sector bancario fuerte de ámbito nacional y la quiebra inicial de algunos bancos hizo que la crisis bancaria se extendiera por todo el país, multiplicando los efectos de la crisis. La Reserva Federal era la única que podía haber evitado una caída en cadena de los bancos, mediante concesión de liquidez de forma masiva a los bancos, pero los gestores de la Reserva Federal, muy al contrario redujeron la oferta monetaria y subieron los tipos de interés, provocando una oleada masiva de quiebras bancarias. Esta reducción de la oferta monetaria también provocó el inicio de un proceso deflacionista y la reducción drástica del consumo y el comienzo de una intensa depresión. La crisis, en principio estadounidense, se amplificó a través de su difusión internacional por la dependencia creada del mundo hacia el mercado americano por ello uno de los factores de propagación de la crisis fue el hundimiento brutal del comercio internacional, que llegó a perder dos terceras partes del valor alcanzado en 1929. Este descalabro del comercio trasladó los efectos de la crisis hasta aquellos países que tenían sus economías abiertas al exterior. El hundimiento del comercio internacional se prolongó bastante en el tiempo, la Segunda Revolución Industrial había hecho “crack”. En 1938 el valor del comercio mundial se situaba todavía por debajo de la mitad del nivel del año 1929. La razón del mantenimiento de la caída fue la adopción generalizada de políticas comerciales proteccionistas encabezadas por Estados Unidos y Gran Bretaña que desencadenaron una guerra comercial que junto con la bajada de la demanda por la propia depresión redujo el comercio mundial.
En los años siguientes al crack bursátil, se produjo una repatriación de capitales básicamente hacia Estados Unidos, esto tuvo unos efectos desastrosos para los países más endeudados, por la dependencia que tenían de los flujos de capitales exteriores, lo que los llevó a graves problemas de carácter financiero y monetario. La situación económica llegó a su punto de mayor depresión en 1932, desde entonces comenzó una recuperación lenta y parcial hasta la Segunda Guerra Mundial, en el que siguió persistiendo la deflación, aunque existen versiones de algunos historiadores de que la gran guerra y la industria militar salvaron a la larga las economías occidentales. Pero ninguno de estos países sufrió nada comparable a lo que sucedió en la Alemania de entreguerras. Allí, una serie de factores condujeron a un crecimiento desbocado de la inflación, que dio al traste con los esfuerzos de los políticos de la República de Weimar por sacar adelante al país tras la derrota sufrida en la Guerra. Es conocida la anécdota de las amas de casa de Berlín, que iban a comprar el pan cada mañana provistas de su carrito repleto de billetes de cientos de miles de marcos. Cuando, tras una reforma monetaria y gracias a la inversión extranjera como el Plan Dawes, la economía alemana pareció empezar a recuperarse, la situación volvió a empeorar drásticamente por la evolución de la coyuntura internacional en 1929. La retirada de los inversores internacionales condujo al pánico financiero y a la adopción de medidas draconianas por parte del canciller Heinrich Brüning entre ellas la reducción por decreto de salarios que llevó al caos a Alemania siendo una medida vista de manera opuesta a la deseada, provocando niveles históricos de desempleo y un descontento generalizado con la acción del Gobierno. Una vez más, la reducción de los salarios destruye el consumo, y esto acaba con las empresas que, dejando de pagar a sus empleados completan el círculo vicioso de la depresión. Fue esta desastrosa situación la que favorecería el ascenso de los políticos y las ideologías extremistas, creándose así el caldo de cultivo necesario para que Adolf Hitler obtuviera mayoría relativa en las elecciones de 1932 y presidiera desde enero de 1933 un gobierno totalitario.
La Factoria Historica